La cálida luz ilumina su rostro. Pero este no engaña a nadie, está pálido, como el de un muerto.
— ¿Qué pasa? — le preguntó.
Ella aún afónica trata de responderme. Me mira con sus enormes ojos cafés, parece agitada. Se da la vuelta. Voy tras de ella y la tomo del antebrazo.
— ¿Qué pasa? — vuelvo a preguntarle y dos lágrimas recorren sus mejillas.
— ¿Me has mentido alguna vez?
— No. Lo he hecho muchas veces — respondo.
Su mirada cae, se marcha, todos en la fiesta la ven partir. Pido otro whiskey y me siento frente al cantinero.
— Si no la sigues ahora, no podrás hacerlo después — me dice al tiempo que llena el vaso.
Ignoro su consejo, doy un sorbo a mi trago. Hay cosas que no se pueden reparar, no somos relojes de cuerda. El daño siempre queda, la marca siempre está ahí.
Termino la segunda ronda y me marcho a casa. Ella está sentada en la escalera, esperando. Tiene la mirada destrozada, pero la mantiene firme sobre mí.
— ¿Cuánto tiempo? — me pregunta con la voz que le queda.
— Un mes.
— ¿Por qué no me lo dijiste? — está desconsolada.
— No quería que sintieras la presión de los días.
Se rompe en lágrimas, me acerco y la abrazo con fuerza. Ella aprieta los puños y pega su rostro a mi pecho.
— Tranquila, flaca, sólo es la muerte.